Con-versación

13 abril 2012

[Había olvidado el hastío que me produce hablar contigo] ¿Cuál es la razón por la cual nos encontramos siempre en la misma situación, en los límites del choque-despedazamiento total? [Si mirara de nuevo a tus ojos, me vomitaría] ¿En qué momento formulamos como propósito de nuestra interacción la colisión indeterminada y continua, la laceración permanente? [Tú sabes muy bien lo que has hecho, detrás del telón de la bondad te encuentras tú, asquerosamente interesada] Lo que realmente necesitamos es romper con el círculo vicioso de la frustración [¿Y para qué tanto trabajo? Si a final de cuentas vuelves sobre tus pasos, como el divagante que se empecina en pasar de nuevo sobre sus propias huellas en la arena] y actuar directamente. Pero se me olvida, eso no es una posibilidad [Tírate mejor al vacío, desgarra tus vestiduras y déjalo todo de una vez por todas].

Hay una tristeza casi a-humana que se desliza viscosamente debajo de la superficie de cada una de tus palabras, de los ruidos que produces con la boca y se lanzan sobre mi garganta como navajas de hielo perfectamente afiladas. He llegado a convencerme de que esa es la razón metafísica de mi incapacidad por hablar para responderte cuando buscas herirme con tu persistente estrategia. He llegado incluso a considerar con toda seriedad el alejarme repentinamente de tu influjo, en un instante tan corto y abrupto que en sus secuelas se denoten efectos que persistan durante mucho tiempo, que se expandan lentamente a través de los días (los meses, los años) para diseminar tu odio oprimente en los largos trazos que componen los contornos de una historia filmada en tonos de azul, en nueve horas, sin cortes de ningún tipo... en una sola escena. Que el tedio permanezca para sofocar con paciencia toda esa ira dirigiéndose hacia mí como latigazos eléctricos de alta tensión en un cable pelado.

Me dirijo a la puerta, es hora de la cena. En la charola están, nuevamente, las revistas con el vaso de leche y el sándwich asqueroso de paté. Una hojeada rápida en las primeras me confirma - quiero pensar - que ya las he leído repetidas veces anteriormente. La leche huele a soya sintética, y su consistencia es casi como la de un aceite para cocinar. Una temerosa mordida al sándwich casi me hace vomitar por su sabor a restos animales malolientes. Voy a aproximarme al cuaderno para escribir sobre esto, detallarlo con mucha precisión: siento que mis sentidos se están degradando, se arriman a su propio ocaso, y las sensaciones que percibo no se tornan insípidas, sino repulsivas. No estoy bajándole el volumen a la existencia, estoy distorsionando sus dimensiones para resaltar la monstruosidad latente en todo lo que es, en todo lo que soy. ¿Tiene algún sentido esto que me escribo? Escribo que me escribo escribiéndome, cuando de pronto una luz incandescente se introduce iluminando las paredes por una fracción de segundo, y mi concentración se esfuma detrás de ella. Abro el cajón, trato de lanzar con rabia el cuaderno dentro de él pero prefiero sacar los cigarros y el encendedor. Prendo uno, me aproximo a la ventana (bendita y maldita ventana)... está lloviendo afuera. A veces desearía ser el humo que sale de mi nariz para desvanecerme atravesando el marco de esta ventana.

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