Taxis de la Muerte Chiquita

29 abril 2012



Taxis de la Muerte Chiquita
La petite Mort (muerte pequeña) se refiere desvanecimiento post-orgásmico que sufren las personas en algunas experiencias sexuales.
Voy tarde. Salto la banqueta y esquivo un par de coches, indignados porque me aprovecho del tope que los detiene escupen cláxones agudos. Que suerte, no hay fila.
 “¡Una persona a Santa Fe!¡Una persona y se va!”
Me subo apresurado. El taxi arranca. Apenas si siento como mi aliento se queda atrás, apenas si lo veo desprendiéndose de mi boca. Mi pecho aún esta comprimido cuando decido conocer la cara de mis cuatro compañeros de viaje. Empiezo por el conductor y el copiloto, estirando mi cuello y ayudándome de los espejos. Al primero ya lo había visto: cara redonda, manos ásperas. El segundo oprime botones con gran desesperación y tiene los ojos entomatados de tanto jugar con su celular. Volteo a mi izquierda, esperando encontrar un pantalón de vestir o una falda genérica. Mi compañero de hombro corresponde a tal descripción: Khakis bien planchados. Pero cuando alargo la mirada hasta la esquina, me estrello contra unas piernas extremadamente largas, estrujadas entre el asiento de enfrente y la puerta. Falda color crema ligeramente arriba de la rodilla, piel lisa y prieta, tacones altos, morados, con moñito.
 Todos mis escalofríos se juntan en un solo gesto. Mis uñas parpadean perplejas y empiezo a tocar cariñosamente la puerta sin distraer mi mirada de aquella topografía extravagante, pensando que mi caricia puede viajar a través de la lámina, escurrirse por la fría ventana, empapar las porosidades del plástico y terminar por vertirse sobre esas piernas.
Es delicioso cuando la ropa se hace  a un lado, dándole protagonismo a la piel, permitiendo al cuerpo hablar con la violencia de lo humano. Y aunque, como es el caso, el cuerpo habite el más despreciable de los espacios, aunque este prisma-brillo-llanta lo mareé, lo deforme, lo aburra; el cuerpo empuja, desborda, seduce. El cuerpo ya no entre paredes troqueladas, ya no envuelto en tramas y urdimbres parejísimas, sino el cuerpo-piel que ahora estrujo a través de la perilla que en otro tiempo servía para subir y bajar el vidrio ventilando nuestras cabezas adormecidas. Las estrujo y las poseo a través de la perilla sin romper la fuerza que las hace bellas. Piernasvenadodesbocado. Piernasquijadadeboa.
Decido no bajarme donde debería, decido participar en la teatralidad innata de la situación. Un conductor ilegal maneja con un taxímetro que no cobra a un lugar que es sólo una fachada. Santa Fe: escenografía con pilares de pino barato, sosteniendo paredes huecas, puertas que no dan a ningún lado. Aprovecho que de por sí ya todo es ficción. Decido bajarme al unísono de aquellas piernas.
Pasamos por lo que podría ser una escuela, cuerpo naranja digiriendo a jóvenes incautos; camellones abandonados hasta por los insectos, esculturas mudas e inútiles, verticalidades reflejantes y, justo en uno de los lunares vacíos que aún quedan entre esta despiadada escenografía, las piernas piden la parada. Pago mis veinticinco pesos una fracción de segundo después que ellas. Me bajo aterrado. El taxi se va regresándonos nuestros alientos. Yo uso el mío para sonreír. Miro por primera vez la cara que empuja aquellas piernas. Noto los rastros de una barba cuidadosamente escondida bajo maquillaje, sus hombros son anchos y sus manos toscas. Él me sonríe de vuelta, gira sin prisa encaminándose hacía una reja rota que da pie a un mar de pasto reseco, de tierra olvidada. En sus pasos leo una invitación y la acepto. Tiro al fin la manija del taxi que momentos atrás había arrancado.











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