Taxis de la Muerte Chiquita
La petite Mort (muerte pequeña) se refiere desvanecimiento
post-orgásmico que sufren las personas en algunas experiencias sexuales.
Voy tarde.
Salto la banqueta y esquivo un par de coches, indignados porque me aprovecho
del tope que los detiene escupen cláxones agudos. Que suerte, no hay fila.
“¡Una persona a Santa Fe!¡Una persona y
se va!”
Me subo
apresurado. El taxi arranca. Apenas si siento como mi aliento se queda atrás,
apenas si lo veo desprendiéndose de mi boca. Mi pecho aún esta comprimido
cuando decido conocer la cara de mis cuatro compañeros de viaje. Empiezo por el
conductor y el copiloto, estirando mi cuello y ayudándome de los espejos. Al
primero ya lo había visto: cara redonda, manos ásperas. El segundo oprime
botones con gran desesperación y tiene los ojos entomatados de tanto jugar con
su celular. Volteo a mi izquierda, esperando encontrar un pantalón de vestir o
una falda genérica. Mi compañero de hombro corresponde a tal descripción:
Khakis bien planchados. Pero cuando alargo la mirada hasta la esquina, me
estrello contra unas piernas extremadamente largas, estrujadas entre el asiento
de enfrente y la puerta. Falda color crema ligeramente arriba de la rodilla,
piel lisa y prieta, tacones altos, morados, con moñito.
Todos mis escalofríos se juntan en un
solo gesto. Mis uñas parpadean perplejas y empiezo a tocar cariñosamente la
puerta sin distraer mi mirada de aquella topografía extravagante, pensando que
mi caricia puede viajar a través de la lámina, escurrirse por la fría ventana, empapar
las porosidades del plástico y terminar por vertirse sobre esas piernas.
Es delicioso
cuando la ropa se hace a un lado,
dándole protagonismo a la piel, permitiendo al cuerpo hablar con la violencia
de lo humano. Y aunque, como es el caso, el cuerpo habite el más despreciable
de los espacios, aunque este prisma-brillo-llanta lo mareé, lo deforme, lo
aburra; el cuerpo empuja, desborda, seduce. El cuerpo ya no entre paredes
troqueladas, ya no envuelto en tramas y urdimbres parejísimas, sino el cuerpo-piel
que ahora estrujo a través de la perilla que en otro tiempo servía para subir y
bajar el vidrio ventilando nuestras cabezas adormecidas. Las estrujo y las
poseo a través de la perilla sin romper la fuerza que las hace bellas.
Piernasvenadodesbocado. Piernasquijadadeboa.
Decido no
bajarme donde debería, decido participar en la teatralidad innata de la
situación. Un conductor ilegal maneja con un taxímetro que no cobra a un lugar
que es sólo una fachada. Santa Fe: escenografía con pilares de pino barato, sosteniendo
paredes huecas, puertas que no dan a ningún lado. Aprovecho que de por sí ya
todo es ficción. Decido bajarme al unísono de aquellas piernas.
Pasamos por lo
que podría ser una escuela, cuerpo naranja digiriendo a jóvenes incautos;
camellones abandonados hasta por los insectos, esculturas mudas e inútiles,
verticalidades reflejantes y, justo en uno de los lunares vacíos que aún quedan
entre esta despiadada escenografía, las piernas piden la parada. Pago mis
veinticinco pesos una fracción de segundo después que ellas. Me bajo aterrado.
El taxi se va regresándonos nuestros alientos. Yo uso el mío para sonreír. Miro
por primera vez la cara que empuja aquellas piernas. Noto los rastros de una
barba cuidadosamente escondida bajo maquillaje, sus hombros son anchos y sus
manos toscas. Él me sonríe de vuelta, gira sin prisa encaminándose hacía una
reja rota que da pie a un mar de pasto reseco, de tierra olvidada. En sus pasos
leo una invitación y la acepto. Tiro al fin la manija del taxi que momentos
atrás había arrancado.
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