Los pedazos de ceniza que dejaba
sobre la mesa detrás de cada fumada son lo más satisfactorio que pude haber
hecho aquella noche. Porque corretearnos simbólicamente en círculos viciosos de
pura y total indeterminación terminó por hastiarme, no por el hecho del juego mismo
de la tensión, sino porque me devolvió de manera torrencial todas las memorias
de esa misma operación que ya no estaba dispuesto a realizar. Maldita actividad
circular.
El tiempo hace la diferencia, en
verdad, y tras haber recordado con desesperante lentitud cada uno de los
instantes pasados en los que yo me convertía en partícipe del juego seductor,
la náusea escaló fulminantemente de las puntas de mis pies a los extremos de
los cabellos en mi cabeza. Todo el cuerpo se convertía en una podredumbre
asquerosa a punto de vomitarse a sí misma, temblando de rabia, tedio, tristeza,
adormecimiento, insensibilidad. Antes de culminar mi acto de explosión violenta,
me detuve estoicamente para tan sólo alejarme, levantar el vuelo para surcar a
través de las gélidas nubes de mis pensamientos. Ese cielo mío que conozco tan
bien, que me espera cuando te tengo que abandonar.
Me humedecías con tus señas
incomprensibles de atención sumergida en el filo más cortante de la ambigüedad,
para que mi reacción no fuera la sorpresa o la desesperación; es mejor retraerme
al silencio para neutralizarte con una sonrisa acompañada de una frase estándar
de empatía. Después de todo, ¿qué necesidad de antagonizar? Laissez-faire, principio estúpido y
estéril que me obligas a practicar. Para tener la entereza obstinada de
alejarme de ti, no necesito hacer aspavientos o levantar inquisitivamente mis
manos para señalarte con rencor, sólo tengo que recostarme en las suaves plumas
de mi buena amiga la amargura y observarte actuar disparatadamente a través de
los segundosminutoshoras… hasta que te canses o decidas retirarme de tu
presencia.
El coqueteo presencial se volvió
un arte de la autoenajenación
yo-pretendo-que-te-quisiera-cuando-no-o-quién-sabe-cuáles-son-mis-intenciones-de-verdad.
Palabras faltan, como siempre, pero la sensación de quiebre súbito que suelta a
chorros permanentes la frialdad en la que se ha vuelto mi sangre, no me deja
escapar ya a la comodidad evanescente de mi imaginación escalonada, de mi
estación primaveresca donde el amor no se acaba porque siempre es correspondido.
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