bestiario III

30 marzo 2012

Estoy segura que J. ya sabe que lo amo. Soy evidente, y cometí el error de gritarlo mucho, de contarle a todo el mundo para que se me quitara de la cabeza, como si sacándolo por la boca se me agotaran las imágenes que me abarrotaban los bolsillos de los pantalones sin ajustar.
Cuando paso cerca, con la cabeza gacha como la última de la manada, clava sus ojos de madera en mi cuerpo hasta que me saca unas llagas que luego no puedo ocultar ni con mi sudadera. Lo hace a propósito, a sabiendas que sus ojos están para sacar llagas, con toda la intención de lastimarme. Y luego esa barba, ¡santo Cristo! Pareciera que hubiera nacido sola, para ser sólo barba, y que a veces se abre para sacar la risa que hace de mis pies esas cuatro lagartijas que se quieren escapar del sol. J. sabe, alguien le habrá dicho, me mira con tanta insistencia que no tengo más remedio que agarrarme desesperada de una falsa soberbia que se tambalea como bambú prematuro. J. sabe y me dedica divertido esas malditas miradas de madera…ahora conservo esos troncos sin saber qué hacer con ellos; si quemarlos, si enmarcarlos, si guardarlos en bolsas para luego venderlos en el mercado, gritando: ¡troncos, troncos, troncos de J., frescos y perfectos, troncos!

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