bestiario II

21 marzo 2012

Desafortunadamente a veces me gustan así, cuarentones, casi pelones, tan convencidos todavía de que son felices que seguramente su mujer –con la que se casaron con decisión hace veintisiete años– sigue perdidamente enamorada de ellos. Firmes, seguros, severos y veloces. Me gustaba porque era alto, porque tenía un trasero pequeño como dos manzanas y porque miraba siempre con ese dejo de sarcasmo que afirmaba saberlo todo de todo. Por su voz alta y cascada. Por su apretón de manos y sus dos cuchillos castaños. Por su mente, gravísima y clara y absoluta. Porque decía tres palabras que eran como tres mundos, y esos mundos tenían vida en ellos, y era vida próspera y tranquila, vida amorosa, fiel, constante, plena, llena de luz viajera, invasiva y fecunda. Yo habité, por el semestre y medio que duró su voz en este mundo, tuve esa vida de media tarde, rodeada de naranjales y mandarinas, rodeada de jacarandas. Lo amé, y él se dio cuenta, casi, porque mis ojillos indiscretos. No quiero irme, pretendo que tengo cosas que completar, ardillas que ver, manos que saludar. Me traiciono, intento tomar la mano venosa, maltratada, viajera, cuarentona, para estrecharla de nuevo conmigo y darme cuenta: me enamoré demasiado pronto, demasiado tarde. Ya, lo amo, pero nací tarde. ¿Dónde está él ahora? ¿Porqué él tiene cuarenta y yo apenas veintidós? Y yo con mi ojos de serpiente… qué barbaridad, yo siempre con mis ojos de serpiente

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