La Mesa

10 febrero 2012

Se sentaba a escribir en la misma mesa todos los días. Su regla - inquebrantable, por demás - era utilizar solo tres hojas de papel. Si conseguía llenarlas de palabras, alegorías o imágenes visuales estimulantes, se consideraba afortunado y abandonaba su tarea para volver a dormir. No tenía despertador ni le interesaba saber nunca la hora del día. Lo único que hacía, la actividad de su vida, era escribir. Escribiendo se escribía a sí mismo caminando por las amplias banquetas de las avenidas, o cruzando puentes de estructuras hipermodernas que a los ayuntamientos de las ciudades cosmopolitas les gusta presumir. Escribía calles con sus pasos peatonales, parques con árboles frondosos recubiertos de lama en sus corazas resecas por la edad; personas ruidosas y felices totalmente aletargadas en el compartir con sus respectivos otros. Describía los edificios y sus dimensiones, estilos o argumentos decorativos que unos tras otros permeaban la ciudad. Si se arriesgaba un poco más, podía hacer diagramas imaginarios, de precisión casi neuronal, sobre la manera en que los objetos se acomodaban dentro de los departamentos, oficinas, cines o auditorios, respetando las distancias que instituían entre ellos mismos: topología del interior. Hacía alusión a recámaras cóncavas donde se alojaban los archivos de la memoria colectiva, común o universal, para que los cuerpos de las calles en movimiento prepararan después las exequias de su olvido, la ceguera de su haber acontecido [...] pero entonces retornaba, a manera de elipsis (para que no resulte claro el sentido), y observaba de nuevo a la ventana con los niños a lo lejos, en el pinche parque.

¡Compartimentos estancos que no pueden ser accesados por las libélulas de mi memoria! Los impulsos eléctricos de mis neuronas que reclaman algo (¡tan sólo algo!), casi de manera inverosímil, a la materia hueca y seca que las rodea, a mi mundo tan pequeño en estas paredes húmedas y desgajadas. Secret exhibition, cure for loneliness.

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